21 ene 2021

Objekte sprechen; conocimiento como apoderamiento

 

Es el Fichte de la Grundlage quien, en el contexto del primer poskantismo, plantea con inequívoca conciencia histórica el último escalafón de la paroxización de la primera persona: <<El ser originario del yo consiste en presentarse a sí mismo>>. O dicho de otro modo: el yo se pone- su movimiento inherente y generativo es la posición ante y contra ese mundo del que ansía posesionarse epistemológicamente. Esta maniobra del sujeto del conocimiento frente al mundo –el contrayo-  recibe el nombre de Tathandlung, germanismo de cierto linaje etimológico cuyas resonancias aluden inequívocamente a la tradición metafísica del actus purus.

Ahora bien, Fichte no es sino un epígono en cierta medida anecdótico en un proceso, dilatado pero a estas alturas de sobra conocido históricamente, que algunos han querido asemejar a una campaña militar: el ejercicio escudriñador de la filosofía siempre acarrea consigo cierta violencia, de tal modo que, si conocer el objeto implica poseerlo, agotarlo, el conocimiento entendido como un proyecto emancipador nos aleja paradójicamente del mundo y nos acostumbra progresivamente a la reificación; nos acostumbra, en definitiva, al tratamiento de lo cognoscible como mercancía. El yo postulado como contramundo, entonces, tendría como último cometido descifrar aquello a que hace frente; y el desciframiento es aquí equiparable al desencantamiento, al aquietamiento poético de todo cuanto está fuera del yo. Por eso, nietzscheanamente, conocer es a menudo equiparable a un desplazamiento hacia la ajenidad, a cierta lejanía - o podría incluso decirse que, invirtiendo la expresión de Bataille, allí donde hay conocimiento desencantado es necesaria una gélida asepsia del ojo.

Cabría, sin embargo, concebir una línea de argumentación epistemológica que preservase la naturaleza enigmática –el elemento de otredad- del hecho: al conocer algo, me hago en cierta medida eso que es otro que yo, pero todavía siendo yo mismo; hasta el punto de que la propia demarcación entre sujeto (cognoscente) y objeto (conocido) resulta imprecisa y hasta insuficiente, siempre que admitamos una aproximación casi rilkeana -Objekte sprechen- al mundo de los objetos aprehensibles, en la que no hay propiamente apoderamiento sino, más bien, una impregnación del objeto en mí.

20 oct 2020

Jacques Callot, Plauto y Thomas Hobbes

Así como, honrando aquella frase de A. N. Whitehead innumerablemente citada, uno ha de escoger entre Platón y Aristóteles cuando se adentra en la filosofía, en una suerte de bautismo a perpetuidad cuyos efectos nunca terminan de desvanecerse, también es cierto, y yo siempre he hallado instructivas estas ramificaciones mentales, que uno ha de inclinarse o bien por Locke, o bien por Hobbes, quedado de semejante modo escindidas dos concepciones de la naturaleza humana diametralmente opuestas, de las que, en recta lógica, emergen como resultado dos teorías políticas irreconciliables. 

 

    Ser hombres significa que nunca podremos dejar de ser bestias. Jacques Callot, en sus grabados sobre la Guerra de los Treinta Años, nos ofrece una imagen notablemente precisa de esa idea que, desde muy antiguo, ha henchido los pechos y ha atribulado las mentes de hombres de toda condición y procedencia; me refiero, y en esta materia desde luego hay lugar para controversias y caben multitud de argumentos distintos, a la naturaleza humana; a la capacidad que un hombre tiene para ahorcar a otro, a la envidia y al engaño, y al pequeño; al pequeño hasta el punto más bajo de la exigüidad, depósito de solidaridad natural que somos capaces de desarrollar incluso si las condiciones acompañan. 

 

    En efecto, ser hombres significa que nunca podremos dejar de ser bestias. En La comedia de los asnos de Plauto, de quien más tarde Hobbes tomará la idea, uno de los personajes asegura que aquellos que no conocemos son más parecidos a un lobo que a una persona. El prometeísmo no es sino un subterfugio, un disfraz; porque si algo nos caracteriza como seres humanos es la rapacidad, lo indigno, el desvalimiento, y un apetito insaciable. Todo cuanto buscamos es la conservación de la vida. Pervivir. Y hacerlo en el grado más alto a que alcancen nuestras potencialidades.

 


17 oct 2020

Instagram y la lógica de la asimilación

En el espacio estética y corporativamente constituido que llamamos Instagram no tiene cabida el situacionismo ni ninguna forma tardía de la contracultura. Incluso allí donde se observa cierta voluntad crítica en seguida la cultura afirmativa pone en marcha sus mecanismos de asimilación: lo que ayer era crítica hoy no es sino farmacopea estética, un efímero pasatiempo para ironistas. La noción misma de contracultura está muy lejos de ser operativa y las, llamémoslas así a falta de un calificativo más ajustado, revisiones irónicas y paródicas de la cultura afirmativa a duras penas pueden concebirse como un ejercicio crítico efectivo, toda vez que son de inmediato fagocitadas como memes o meros objetos de consumo: el sistema absorbe lo antisistémico en una maniobra ininterrumpida de autoperfeccionamiento. 

Tomemos, a guisa de ejemplo, las parodias semióticas a propósito de ciertos partidos de extrema derecha: no solo carecen de cualquier impacto duradero sobre la realidad efectiva, sino que terminan operando como un instrumento más de asimilación y amplificación; ocurriendo este fenómeno de un modo tal que, mutatis mutandis, el antagonista que en un principio había sido parodiado eventualmente se convierte en una figura casi entrañable; lo antagónico se vuelve familiar, amistoso, aprehensible

Y de aquí resultaría un interrogante tan fundamental y persistente como poco novedoso: si acaso es posible que en el seno mismo de una cultura dada germine una disrupción legítima; si es posible, en fin, derrocar el sistema mediante el sistema; invocar el silencio utilizando el lenguaje. Ahora bien, esta lógica de la asimilación, en virtud de la cual tanto las manifestaciones de la cultura afirmativa como las de una supuesta contracultura se orientan a un mismo fin, determina lo siguiente: el incremento continuado de la visibilidad es la prioridad absoluta; o dicho de otro modo, el crecimiento de un tipo de sobreexposición cuyo propósito último es, en numerosas ocasiones, monetizar contenidos, reivindicaciones, causas. Ya sea antagónico o protagónico, negativo o afirmativo, todo contenido cultural debe poder operar al mismo tiempo como un multiplicador de consumo: ocurriendo en consecuencia la no poco siniestra paradoja de una opción vegana en el Burger King o de un festival de graffiti subvencionado por el ayuntamiento. La crítica que se convierte en objeto de consumo deja de serlo. El gesto negativo es, por propia naturaleza, no fagocitable: su tendencia o movimiento es una irreconciliable negatividad que se reproduce dialécticamente.  

 Nunca el détournement situacionista fue tan contrario a su cometido originario: lejos de someterse a las distorsiones críticas surgidas cabe sus propios limites, es la llamada cultura de lo dado la que desvía y hace desembocar todo elemento negativo en una misma bandeja de entrada: la del spam

 


23 ene 2017

The Young Pope

"Aquí huele a incienso y a muerte. Yo prefiero la mierda. Y, por lo tanto, la vida."

Jude Law es un Papa humano, demasiado humano. Con una vida onírica proclive a la megalomanía, y sin embargo no carente de una voluntad franciscana insobornable.
Pero el vicario de Dios en la tierra está solo. No es nadie. Ni ama, ni es amado. Y tal vez por ello constituya la ficción más verosímil que jamás nadie haya imaginado a tenor de esta escurridiza mitología; en semejante medida permeable a los mensajes edificantes y a las historias de terror. 

Es, en suma, la viva imagen de todas las figuras divinizadas de la cultura occidental: un vacío sembrado de irreconciliables contradicciones. ¿Y acaso no es la Pietà que con tan ensimismada fascinación contempla el Papa una representación del vacío mismo; de un alma descarriada tendida sobre el sublime y diáfano vacío que algunos han dado en llamar Cultura Occidental? Una vez más, Sorrentino, como el soberbio artesano que es, ha conseguido que la fantasía más delirante sea más real que cualquier crónica oficial acerca del universo eclesiástico. Un ejercicio de voluptuoso esteticismo del que dimanan interrogantes con una inexorable profundidad moral; como si fuera necesario demostrar que, con el fin de representar de forma fidedigna el universo rancio y opaco de La Iglesia, es imperativo recurrir a la fantasía, a un nutrido manojo de alucinaciones, y a importantes dosis de ambigüedad moral. El Sumo Pontífice se pregunta, ¿qué hemos olvidado? Hemos olvidado que nada está auténticamente vivo sin el concurso de la fantasía.



24 sept 2016

La literatura y el mal: Houellebecq

Habida cuenta de la tumultuosa popularidad que siempre ha envuelto a Houellebecq, apenas si puede sorprender que su incipiente legado esté sembrado de controversias. La opinión pública, me temo, a menudo es incapaz de concebir un mundo en el que la grandeza va de la mano con la falta de bondad. La literatura y el mal, sin embargo, concurren en una idea compartida: la moderación es ajena a los sentimientos puros y descarnados. De aquí que sea de todo punto imposible pergeñar buenas novelas a partir de buenos sentimientos. La hybris concita a vivir, es cómplice con el arte, y no de otra suerte que por medio de la literatura es dable una vida digna de ser vivida. El odio, pues, hace que las palabras se escurran con suavidad; con la intrincada delicadeza de un arroyo en un bosque de bambú. Y Houellebecq es justamente alguien que cruza un bosque y sólo ve leña para el fuego. No se puede ser bueno a medias. Y, por desgracia, los seres humanos somos inequívocamente a medias

Pues bien: Houellebecq, una especie de discípulo de Voltaire poseído por el desencanto, es un escritor que no teme al odio, porque el odio es connatural a la naturaleza humana. La destreza y el mimo de un médico son equiparables a los del asesino: Houellebecq es ambas cosas. Una pupila helada que diagnostica, pero que también envenena. 

18 sept 2016

Anotaciones para una estética improvisada de la autobiografía (I)

A menudo me gusta concebir la literatura como el espacio donde la esquizofrenia se convierte en arte. No en vano, siempre se ha dicho que sólo la escritura es capaz de investir de excelencia a esa práctica tan irremediablemente alejada de la cordura, ese hábito que Dios comparte con los genios y los locos: hablar con uno mismo.

Soliloquio, pues. O exorcismo, o confesión, o absurdo pasatiempo entre tahúres; porque, en definitiva, confesarse, más que un gesto purificador, es una maniobra de ocultamiento, antes una impostura que una ingenua e inocua lección de anatomía. En cierto sentido, las confesiones son a las autobiografías lo que la pornografía al acto de desnudarse: un estado de ánimo del yo en el que lo más íntimo es también lo más expuesto; como si en la autognosis radicara cierta inclinación al onanismo y al autoengaño. Y en rigor, autoengaño y masturbación es todo cuanto un soliloquio puede dar por fruto. Por la sencilla razón de que confesor y confesado no pueden coexistir en una misma mente

Ahora bien, la diferencia entre San Agustín, Pizarnik o Beckett estribaría en el grado de conciencia que cada autor tiene con respecto a sus propios trampantojos.


27 ago 2016

Mishima y Tolstói, o el artista asceta

Tolstói y Mishima, controvertidos portavoces de dos culturas tan dispares y a la vez tan estrechamente emparentadas, cohabitan un mismo tormento artístico. Ambos son artistas poseídos por un mórbido ascetismo. Como si sus miradas estuvieran clavadas en el espejo torcido de la psique profunda; precisamente allí donde placer y repugnancia son indiscernibles. Como si, en definitiva, hubieran comprendido que la melancolía salvaje que posee la carne atrae al intelecto tanto como lo repele. Su hogar, pues, es el intervalo que separa la bruteza carnal de la integridad intelectual porque, ¿acaso no es justamente este el paradero del Gran Arte? 

El narcisismo siempre ha sido un buen combustible literario. Pero también lo es la ansiedad. En rigor, primero se escribe con la exaltación estética como fin, y después, espoleado por la angustia. Una cosa sigue a la otra con la misma naturalidad con que la noche sucede al día. 

8 ago 2016

La ingenuidad de los críticos de cine


Revivir viejos estímulos tiene el gusto de un placer infantil. La inteligencia, por su parte, es una suerte de vejez del asombro; no en vano a menudo se ha defendido que el genio poético implica proporciones semejantes de apasionamiento y displicencia. De aquí resulta esa condición diletante que casi sin excepción se atribuye a las mentes inquietas, como si fuera de todo punto imposible conciliar constancia y desafío en un mismo paisaje creativo.

Sea como fuere, las vocaciones olvidadas regresan episódicamente con la obstinación de un eco remoto. No hay ciencia allí donde falta el recuerdo, por eso siempre es saludable confrontar el acomodamiento intelectual con eventuales viajes al pasado. La literatura, en fin, es sumamente pródiga en esta virtud. Lejos de lo que parecen insinuar algunos postulados un tanto fatalistas, y me refiero a esas voces que desde hace un tiempo proclaman el agotamiento de las letras, nunca escasearán en literatura los motivos ejemplares para desistir del tedio intelectual. Borges, lúcido y breve como pocos otros en este tipo de intuiciones, decía que hasta el más desprolijo telegrama podía encerrar cierto componente de ingenuidad literaria.

Pues bien, antes mencionaba que, en mi caso, sólo la literatura consigue que esta niñez de la inteligencia prevalezca de forma duradera. Recientemente, y como consecuencia de ciertas circunstancias más o menos fortuitas, he tenido la suerte de profundizar en un género que siempre he tenido al alcance pero que, por motivos que de nuevo obedecen más al azar que a la voluntad, no ha gozado de un puesto prominente entre mis lecturas. Aludo a la crítica cinematográfica, región subsidiaria de la crítica literaria y artística, pero sin duda con particularidades únicas no exentas de valor y originalidad. Hay una cualidad en este campo que, a mi juicio, descuella sobre cualquier otra. Me refiero al odio. O, mejor dicho, a una forma de odio que es más un artificio que un ejercicio de auténtica enjundia. En calidad de profesionales a sueldo, los críticos de cine con frecuencia se ven arrastrados a esa situación paradójica tan recurrente en todo oficio vagamente humanista: escribir sobre algo espurio. Las películas de entretenimiento, esos artefactos a menudo injustamente conceptuados por los expertos, y que en este tipo de cenáculos reciben el nombre de "placeres culpables", siempre acopian las mejores reseñas. Que una pluma tan diestra y esmerada malgaste sus buenas letras sembrando odio y, por supuesto, teniendo por objeto de repudio una película enteramente ajena a tan hipertrofiado lenguaje, es una de las cosas más maravillosas y, por qué no decirlo, literarias que existen. Aquí, sin duda, pienso en El placer de odiar, de William Hazlitt. Porque, ¿qué es el ensayo sino esa postulación de trazo grueso tan afecta al maniqueísmo, pero con la virtud, verdaderamente singular, de seducirnos mientras nos demuestra cuán estúpidos somos? 

28 jul 2016

El mundo invertido hegeliano y la cultura de los memes

En cierto sentido, el próspero florecimiento de la cultura de los memes ha propiciado que dos de los modismos más recurrentes de la filosofía pasen a ser una completa ridiculez: el anhelo de ser uno mismo; sea cual fuere el significado de esta obstinación, y la angustia de ser otro, que no es sino una maniobra de reacción natural, un mecanismo de autodefensa surgido allí donde falta la certidumbre de ser capaces de erigirnos como personas únicas e irrepetibles. El tropo de la mismidad, pues, es tan inválido y caduco como el travestismo rimbaudiano del yo. Ya pretendamos distinguirnos, o bien pasar desapercibidos; poco importa, porque siempre habrá un meme que convierta esa elección en una imagen prefabricada. 

Y si bien puede resultar un tanto inquietante que por fin seamos conscientes de haber sido expulsados del paraíso del esencialismo, nada de malo hay en una existencia inesencial pues, ¿qué posee de más notable la artificialidad sino su capacidad para infundir en nosotros cierto desengaño, cierta lucidez que nos conmina a desistir de la estúpida creencia de que como hombres nuestras diferencias tienen el valor de una acreditación de casta? Todo es inidéntico a sí mismo, como ya observó atentamente Adorno, de donde resultaría que, virtualmente, todo individuo posee el atributo de la unicidad. Y, en recta lógica, si todos los individuos son únicos, esta propiedad deja de tener un valor diferenciador.

Ahora bien, existe abundante literatura a propósito de la dialéctica entre lo idéntico y lo diferente (Kierkegaard, Heidegger, Deleuze, Derrida o el propio Hegel, por nombrar a los más conocidos y por ello los menos recomendables); pero en ninguno de estos casos se ofrecen respuestas al problema semiótico que los memes han puesto de manifiesto, pero que ya se hallaba larvado en la cultura visual de las neovanguardias. Cuando pienso en este fenómeno, y especialmente en la forma en que los memes se propagan; y cuando aquí aludo a la idea de propagación estoy refiriéndome a una dinámica que por propia naturaleza transforma las diferencias en lugares comunes para la ironía, me acuerdo de los fractales de Sierpinski; como si este proceso fuera una suerte de memeception o metamemética, donde los memes operan sobre sí mismos hasta diluir en la iteración cualquier vestigio de información virgen.

Por desgracia, parece que Hegel tenía razón en algo. En la Fenomenología el filósofo alemán recurre a una figura retórica para designar el fenómeno según el cual la filosofía actuaría como un "mundo invertido" con respecto a la realidad; es decir, como un instrumento que antepondría conceptos a contrapelo de las cosas, con el fin de determinarlas o incluso sustituirlas. Justo como los memes


22 jul 2016

El capricho de la autenticidad en la era de los memes

A menudo me acomete la memoria esa idea de Foster Wallace según la cual todos somos idénticos en nuestra creencia de ser diferentes. El cariz de este fenómeno tan irreprimiblemente humano, sin embargo, ignora toda frontera en la cosmovisión tecnocrática del siglo XXI, hasta el punto de que hoy creemos ser más diferentes de lo que nunca fuimos, ignorando cuán prefabricadas son nuestras infantiles manifestaciones culturales. O, dicho, en fin, de otro modo: el capricho de la autenticidad; ese gesto de irresponsable embellecimiento heredado de ciertas filosofías no menos irresponsables, no es sino una trasnochada extravagancia, y esto desde hace como poco un siglo. Nación, identidad, personalidad o sexualidad son sólo algunos de los vocablos que algunos utilizan para denotar un conjunto vacío. Ninguno de estos conceptos en extremo inconcretos es capaz de encerrar significado más allá de ciertas confusiones útiles. No existe, pues, ninguna ontología que los respalde; lo que es tanto como decir que no obedecen a ninguna forma de ser ni, por supuesto, a algo como el ser mismo; si es que acaso recurrir a esta idea no es ya un abierto sinsentido. 
Por desgracia para algunos, la así llamada hive mind semiótica apenas si ha disminuido su expansión metabólica en los últimos veinte años, de tal modo que, en la esfera lingüística occidental, no existen arquetipos simbólicos que no hayan sido prefigurados y registrados por el subconsciente semiótico de la red. En otras palabras: todas las singularidades que atribuimos a ese tedioso proceso de autognosis personal llamado biografía, y que aparentemente nos conforman como aquello que hemos elegido ser, no son sino una página más de un archivo que nos sobrepasa en dimensiones y fuerza transformadora. Nosotros no hacemos memes; los memes nos hacen a nosotros. 

13 feb 2016

La vulnerabilidad de una estatua griega

Moverse en los límites de lo extraordinario requiere, y esto es especialmente cierto en el plano de las relaciones humanas, que estemos abiertos a la desnudez, y aun cuando desnudarse sea equiparable a un momento de absoluta indefensión, no es menos cierto que en la ridiculez de un alma despojada, desposeída de todas sus espurias vestiduras, radica tanta honestidad como vulnerabilidad. Y de aquí resulta esa fascinación tan frecuente que los descreídos sujetos del siglo XXI todavía profesan a las esculturas griegas, artefactos simbólicamente obsoletos en la mayoría de los casos, pero que, sin embargo, siguen encerrando cierto poder inveterado según el cual lo más vulnerable y desprotegido, la carne sin otro tapujo que la blancura del mármol, es también lo que está más próximo a la eternidad; como si, en fin, estos objetos instalados en la región más insigne del olvido, el arte antiguo, tuvieran la capacidad de recordarnos que nuestro único error ha sido olvidar que la vulnerabilidad es el tesoro más insustituible que poseemos.  

18 ene 2016

imitar a Dios

En calidad de creador, un artista es mucho más responsable que un padre. 

Y ello porque, en cierto sentido, convertirse en progenitor es un ejercicio de arrogancia, cuando no una de las más abiertas e irresponsables decisiones que un ser humano puede tomar. ¿Quién es aquel capaz de dar la vida sino un monstruoso imitador de Dios; alguien tan espantosamente seguro de sus convicciones que creería posible imponerlas en otra persona, como si éstas fueran un injerto que puede trasplantarse, como si, en fin, la vida pudiera enseñarse tal y como se enseña una operación aritmética o un paso de danza?  

La idea de que en efecto existe una "imagen" y una "semejanza" del género humano en su integridad, y que en virtud de la misma hay quienes pueden actuar con título de profetas, de guías, de precursores, sobre los destinos de otras personas y, por supuesto, a despecho de éstas, es un completo disparate. No me refiero aquí a nada relacionado con los sentimientos de solidaridad y respeto mutuo, sino a la creencia, verdaderamente obstinada, de que un ser humano se conoce lo bastante a sí mismo como para discernir lo bueno y lo malo con respecto a otra persona. 

6 ene 2016

Ser póstumo (en vida)


Así como existen obras y autores destinados a la posteridad, también hay amores que no pertenecen a este mundo, y que sólo cobran sentido en la muerte. Ser póstumo, como observa Vila-Matas, es de todas las formas de venganza la única que puede hacer frente al todopoder del tiempo. El tiempo, en efecto, es ese fatum, ese gesto ingrato que reduce toda expresión de eternidad al más degradante prosaísmo. El arte y el amor son contrarios a la realidad, y repelen el tiempo. Exactamente como la muerte.

16 dic 2015

Borges, Heidegger y la "teoría cultural".

Hay un género de obras teóricas que apenas si debieran denominarse tal; y no porque en ellas se ausente la razón o falten conceptos, dado que, con frecuencia, lo que precisamente sobra son conceptos y malos usos de la razón; sino más bien porque, por lo que toca a la utilización de dichas herramientas teóricas, estas obras se asemejan a los procedimientos de la alta cocina, es decir, métodos de una notable complejidad puestos al servicio de propósitos de muy corto alcance. Servirse de la razón para dar cuenta de la sinrazón es, en el mejor de los casos, una actividad ímproba; y digo en el mejor de los casos porque lo más probable es que de esta combinación de enfoques, de esta irresponsable remisión a la transversalidad, obtengamos estupideces amén de tiempo escamoteado. 


Hoy me he encontrado un artículo de corte académico a tenor de Borges y Heidegger. En él se defendía la influencia de la metafísica heideggeriana en un cuento del literato bonarense, El Inmortal. En esta obra de ficción se significa la idea de que la inmortalidad es más una maldición que una dádiva, toda vez que, para el hombre, no hay otra finalidad en la existencia sino la experiencia de la finitud.


Bien que de forma muy atenuada, es innegable que existe cierta proximidad entre la figura del ser-para-la-muerte y el cuento borgeano; y sin embargo, la manera en que el autor del artículo conducía sus razonamientos, por llamarlos de algún modo, en aras de legitimar los obtusos conceptos heideggerianos, haciéndose eco de pasajes deslavazados y a menudo fuera de contexto en el cuento de Borges, rayaba la indecencia. Me recordaba a esas obras tan habituales en la filosofía continental contemporánea, y pienso aquí en Sloterdijk, cuya erudición es cosa más que probada, no así sus conclusiones y métodos; obras en las que, como iba diciendo, se hace acopio de los datos más diversos e inconexos, tomando préstamos de la etnografía, la antropología cultural, la física teórica y, si me apuras, hasta la botánica, para ilustrar quién sabe qué endemoniada idea, haciendo pasar por conclusiones fundadas aquello que no es sino un totum revolutum con cierto poder sugestivo, pero con poco o ningún rigor. 

Uno de mis libros favoritos de todos los tiempos es el Tristram Shandy, de modo que no soy culpable de estrechez de miras o inaptitud hacia las digresiones o hibridaciones temáticas. Ahora bien, si el objetivo de un autor es hablar de la añoranza de la "cavidad matricial" como una metáfora del desencantamiento del mundo en el siglo XXI, mejor sería que enmarcásemos esta obra dentro del género de la ficción intelectual. Un filósofo disfrazado de artista es, demasiado a menudo, una de las cosas más peligrosas y ridículas que existen, mientras que un literato siempre podrá aproximarse a ciertas ideas con la sutileza que le es propia. 

2 dic 2015

Kafka, Converge, y las emociones humanas


Nietzsche y Kafka comparten una virtud que, probablemente, constituya el mejor argumento para justificar su condición de autores imperecederos. Su irresistible atractivo; ese magnetismo tan propio de los autores póstumos, no menoscaba su profundidad y su tenebrosa lucidez. O dicho, en fin, de otro modo: su indudable tirón divulgativo no es óbice para que haya en ellos intuiciones y pensamientos que sobreviven al paso del tiempo. 


En los últimos días he estado manejando una edición en inglés de la correspondencia de Franz Kafka. Su lectura me ha procurado tantos momentos de excitación como ejercicios de funambulismo. Leer al autor praguense se asemeja, por paradójico que éste fenómeno pudiera parecer, al delicado piar de un pájaro mientras caminamos en el filo de un precipicio. En otro sentido, Kafka es equiparable como autor al sentimiento que Virginia Woolf describiera con las siguientes palabras: el ánimo que todo ser pensante tiene de disolverse en el cielo (the mood to dissolve in the sky).

En una carta a su amigo Oskar Pollak, Kafka describe de forma magistral ese sentimiento de insularidad que caracteriza las relaciones humanas. Sus palabras me recuerdan a una estrofa que aparece en una canción de Converge, Grim Heart-Black Rose


When I see me in your eyes, 
I just want to go blind

Para Kafka, y por lo que toca a las relaciones humanas, somos como niños desamparados (forlorn), que creen ver en los ojos de su interlocutor algo que, en puridad, es absolutamente ineluctable. Cuando nos miramos, somos capaces de ver tanto, y a la vez tan poco, que desearíamos volvernos ciegos. Cuando nos miramos, pues, vemos aquello que desearíamos ver, con independencia de las barreras que se interponen, inevitablemente, entre una mente y otra.

When you stand in front of me and look at me, what do you know of the griefs that are in me and what do I know of yours? And If I were to cast myself down before you and weep and tell you, what more would you know about me than you know about Hell when someon tells you it is hot and dreadful. For that reason alone we human beings ought to stand before ona another as reverently, as reflectively, as lovingly, as we would before the entrance to Hell. 

Las personas, en suma, son tan indescriptiblemente escurridizas, tan difíciles de penetrar, que su contemplación se asemejaría a la contemplación del infierno. Aunque nos arrojemos a los pies del otro, y derramemos lágrimas en su honor, no estaríamos manifestando sino una vacía obviedad. El hecho de que la subjetividad humana es tan abismal y compleja como las puertas del infierno.  


20 nov 2015

Sobre la Introducción a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel (1843)


En justicia, y más allá de las profanaciones en extremo infantilizadas a que se someten casi todas grandes ideas filosóficas del pasado, el legado de Marx empieza y acaba con su desmantelamiento del concepto ilustrado de emancipación, que en aquel entonces; y esto es válido para toda la vieja Europa, pero más válido aún en el caso de la filosofía alemana, se asociaba al ejercicio de la "crítica teórica" y a la superación racional de las "contradicciones históricas", teniendo dicho proceso como finalidad la instauración de un tipo de "sociedad civil", como decía Hegel, que se disolvía en un modelo de Estado a medio camino entre la divinidad y la monstruosidad; una de esas categorías espectrales tan propias del tardohegelianismo y la restauración prusiana; y cuando hablamos de Hegel, es preciso señalarlo, hablamos de ese pensador delirante que dijo ver en Napoleón al Espíritu Absoluto montado a caballo; un pensador que, sin embargo, no fue capaz de utilizar toda su maestría conceptual para sacar a Alemania del anacronismo en que estaba confinada, sino que, más bien, fue cómplice, y buena prueba de ello es esa incomprensible logomaquia idealista a la que llamó "filosofía del derecho".

En suma, y para hacer acopio de mi comentario acerca del joven Marx, en aras de llevar a Alemania a la hauteur des principes, esto es, a una revolución que no sólo la colocara al nivel oficial de los pueblos de la época sino a la altura del espíritu de dicha época, en primer lugar, fue preciso articular una "crítica de las armas" y "el arma de la crítica", pues "el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas; la violencia material no puede ser derrocada sino con violencia material". Y en segundo lugar, Marx hubo de redefinir la crítica filosófica sabiendo que, por un lado, "la teoría se convierte en violencia material una vez que prende en las masas", y por otro", que "un pueblo sólo pondrá por obra la teoría en cuanto ésta represente la realización de sus necesidades". 

Ahora bien, la grandeza de Marx no ofrece motivos para el optimismo en el siglo XXI. Suele decirse que el curso de la historia ha desautorizado las hipótesis marxianas, y siendo yo el estricto opuesto de un devoto lector de Isaiah Berlin, tengo desgraciadamente que convenir con este argumento. El proletariado, el sujeto de una transformación para la que la filosofía es irremediablemente inhábil, es apenas si una desmejorada sombra de lo que antaño fue. Porque los proletariados de hoy no quieren ser libres, quieren ser acaudalados banqueros. 

11 nov 2015

El malditismo en The Knick





El malditismo, ese aspaviento tan propio de aquellos que van a contrapelo, los inadaptados; ese gesto entre atildado y desdeñoso que uno no sabría si atribuir a la estupidez o a la genialidad, es algo que no convendría equiparar a otras boutades estéticas del siglo XIX, que no en vano fue prolijo en rebeliones y rupturas, pero también en propuestas que desde antiguo venían proyectando su sombra sobre las mentes de occidente.

La estética romántica, y en este caso los ingleses a buen seguro habrán de ser preponderantes, pivota en torno a la idea del genio; y el genio es ese a quien la inteligencia y la sensibilidad le han sido dadas casi como una maledicente dádiva; ese a quien, por tanto, no le queda otro camino que la autodestrucción. Ahora bien, el principio por el cual un genio busca la propia aniquilación puede explicarse del siguiente modo: la genialidad es el resultado de la obsesión, y ésta es la antesala de la locura; de modo que, así las cosas, el genio ni promueve ni puede ser portavoz de la paz, porque la espiral de su desesperación, que también es la espiral de su talento, dibuja una trayectoria que él mismo ha elegido. 

El protagonista de la serie The Knick, un nuevo ejemplo de las revisiones neo-románticas del victorianismo más oscuro, dice en algún momento de la historia, cuando su adicción a la droga consigue finalmente destruir su vida y su carrera profesional, que su problema no reside en la imposibilidad de abandonar un mal hábito, sino en la ausencia de un deseo legítimo de reforma. Ni puedo, ni quiero dejarlo. 

Existe aquí una muy evidente metonimia entre la adicción a los narcóticos y la tendencia a la obsesión de una mente insaciable. Supongo que, para John Thackery, es preferible morir que vivir fuera de los límites de la obsesión. 

6 nov 2015

Joe Abercrombie: más que un autor de fantasía para adultos

Las novelas de Joe Abercrombie, probablemente el mejor y más profundo escritor de fantasía épica para adultos en la actualidad, se asemejan a los ejercicios de epistemología faulknerianos: hete aquí la realidad; es fea, es compleja y, por encima de todo, es devastadoramente real. Sin ambages, sin biombos, sin salvación.

Un escritor inglés que parecería estar escribiendo desde el mismísimo estómago de una ballena, pero con el estilo y la perversa delicadeza de un entomólogo; algo así como la pluma de Nabokov narrando el mundo concebido por Hobbes. 

29 oct 2015

Atenea y las virtudes




Algunas obras pictóricas tienen la capacidad de transformar las más obtusas teorías en entretenidos juegos de la imaginación; por lo cual yo a menudo he confrontado mis inclinaciones a la apostasía filosófica con el amor hacia las historias de ficción, y, en rigor, nada hay más ficticio y fecundo que una obra renacentista de este género, y buena prueba de esto es el hecho de que en Internet proliferen sin remedio los memes a partir de imágenes semejantes. 


Sin ir más lejos, este cuadro de Mantegna, El triunfo de las Virtudes, puede servirnos como piedra de toque para dedicar algunas observaciones a la teoría de la virtud (areté) aristotélica. En el ángulo superior derecho, atravesando los cielos con regia dignidad y teniendo por montura nada menos que una nube de aspecto sagrado, observamos a la Justicia, a la Fortaleza y a la Templanza, mientras abajo, en el jardín, la Lujuria, el Ocio, la Avaricia y algunos otros compañeros del gremio, huyen espantados del severo acoso de Atenea. Mi sospecha es que la propia Atenea, una jovencita díscola con un prematuro brote de bovarismo, decidió organizar un divertido simposio, pero se arrepintió tan pronto como sus padres aparecieron por el fondo cristalino del cielo. 

Tradicionalmente se ha traducido areté por virtud, haciendo caso omiso del sedimento histórico y religioso contenido en el vocablo virtus, y como consecuencia, se ha perpetuado este deslizamiento semántico merced al cual se habla de virtud allí donde en realidad se debería utilizar la idea de virtud cristiana. La areté aristotélica es algo así como la excelencia en el cumplimiento y la realización del propósito intrínseco a que estamos predispuestos. Un abrelatas es virtuoso siempre y cuando tenga la virtud de abrir latas. Y dado que el propósito del hombre, según el Estagirita, es alcanzar la felicidad o eudaimonia, es fácil suponer que nuestro filósofo habría estado dentro del grupo de los felices insensatos que realizan sus deseos naturales antes que en el grupo de los represores. 

26 oct 2015

Rembrandt y Aristóteles




Siempre me ha fascinado este cuadro de Rembrandt porque se escenifica en él, con una maestría punto menos que asombrosa a decir verdad, uno de esos juegos de metarrepresentación tan propios del ilusionismo velazqueño - Aristóteles, envuelto aquí en un atuendo ciertamente impropio para el siglo IV a.C., observa, desde cierta altura metafórica no exenta de condescendencia, un busto de Homero, que parece a su vez arrugar los ojos en un gesto esquivo.
Es fácil entrever de qué modo ocurre la transposición de personalidades en esta imagen. Rembrandt se representa a sí mismo observando al propio Aristóteles, que no es sino la efigie del pasado reducida a una roca viva sobre la que depositar todas nuestras añoranzas. La teoría bloomeana del agón literario (o artístico, en un sentido general) en un rápido vistazo. 

24 oct 2015

¿Cómo haremos para desaparecer? La escritura y los escritores (II): Susan Sontag.



     Ya se sabe que no hay cosa que con más liberalidad podamos criticar que aquello que no comprendemos; y si acaso es cierta la idea de que en todo cuanto es incomprendido, ignoto, radica el más irreprimible de los deseos; y me refiero, claro está, al género de deseos que se halla detrás de los lexicones de latín y la apicultura, cabría seguir de aquí que la crítica es una forma de lujuria compelida por el desconocimiento y la voluntad de llenar el vacío con fragmentos de sentido; y comoquiera que los así llamados intelectuales siempre han sido prontos para el asedio, el saqueo, la profanación, y otras muchas maniobras militares derivadas de la interpretación de textos, no sorprende, pues, que en este sentido se hayan cometido numerosas tropelías en nombre de la verdad, del “auténtico significado”, o del “mensaje” que un texto encierra, como si nos fuera imposible contemplar un texto con los ojos inocentes de un niño, como si la lectura y el análisis textual no fueran sino una lección de anatomía en la época victoriana, o tal vez el ensamblaje de un reloj de bolsillo, cuyas piezas podemos contar, engranar y desengranar a nuestro antojo sin miedo a que el resultado final difiera del inicial; porque, en resumidas cuentas, siempre se trata de unir las piezas del rompecabezas con el fin de desvelar una imagen conclusiva, clara y distinguible, que se derive de aquéllas y que satisfaga nuestro desconocimiento; y dado que, como iba diciendo un poco más arriba, conocer un texto a menudo es tanto como conseguir que sus palabras concuerden con nuestros anhelos, no queda más remedio que ser precavidos y dejar el egoísmo a un lado, en la expectativa de que un texto sea mucho más de lo que podemos adivinar o, al menos, algo que nada tiene que ver con nuestras intuiciones preconcebidas, ni tampoco con un problema de ajedrez.


Fue Ortega quien dijo que a los textos uno los asedia hasta que, por fin, rinden su significado. La perversión del que ansía descifrar se asemeja, o bien a la fiebre conquistadora de un centurión romano, o bien al vigor, en extremo delirante a decir verdad, de un enciclopedista ávido de conocimiento y mundos por descubrir. Por suerte, no todas las orientaciones hermenéuticas se alinean del lado de la voluntad de sistema o el colonialismo cultural; y en este sentido cabría elaborar una genealogía que diera cuenta de las ramificaciones teóricas que desde aproximadamente el siglo XVIII se han ido abriendo paso en el panorama de la historia de la literatura. Consideraré de curso corriente algunos reduccionismos con el fin de explicitar una idea en extremo sencilla: que la comprensión de un texto pasa por el eros y la fruición lectora. 


La hermenéutica alemana hunde sus raíces en el misticismo y la teología, tanto más cuanto que sus principales representantes fueron, en efecto, teólogos, o filósofos con una irreprimible inclinación por lo insondable; y buena prueba de todo ello es la traducción al alemán de la Biblia de Lutero, el hermetismo de Jakob Böhme o el Opus Tripartitum del Maestro Eckhart; y si acaso cabe hacer uso de estos ejemplos primitivos como una piedra de toque con la que analizar algunos otros más recientes, podría decirse que, para los alemanes, el texto a interpretar siempre ha sido el texto sagrado, de donde resulta el hecho de que su hermenéutica siempre haya incurrido en la exégesis, como en buena medida hacía el mismísimo Heidegger, que convirtió el acto de interpretar, de la compresión (Verstehen), en un procedimiento de proporciones ontológicas, en el que algo como el “ser” iba a ser desvelado, siendo el lenguaje su casa, pero también y en la misma medida su prisión. Desde la constitución de esta disciplina, pues, con Schleiermacher, hasta la mastodóntica y soporífera obra de Gadamer, la hermenéutica alemana vincula el lenguaje, y por ende los textos, al desvelamiento de algo que los trasciende, algo que por propio concepto, se precia de eludir las acotaciones tanto como las ambigüedades, algo que no puede ser contenido pero que al mismo tiempo contiene. Y sin embargo hay mucho poder persuasivo en estas paradojas, los textos poco o nada tienen que ver con fantasmas metafísicos. 


La crítica textual anglosajona, influida notablemente por los escritos teóricos de Eliot y de una orientación considerablemente analítica, incluso en este ámbito filológico, gravita en torno a una controversia académica muy reciente en el tiempo. Aquí conviene señalar los tipos puros que entraron en liza: el llamado “intencionalismo real”, y el “anti-intencionalismo”. En el primer grupo tendríamos a J.D. Hirsch, que defendería la idea de que el significado único de un texto se obtiene descifrando el significado pretendido por el autor, que funcionaría así como un principio rector, o “norma discriminatoria”. Este autor ataca la idea de que el significado textual es independiente del control del autor y la asocia con la doctrina literaria de que la mejor poesía es la impersonal, objetiva y autónoma. El anti-intencionalismo, por otro lado, con Wimsatt y Bradsley a la cabeza, en el conocido artículo de la “falacia intencional”, se opondría a esta concepción voluntarista del significado autoral que, en buena medida, remonta sus fundamentos al realismo constructivo goethiano. El contextualismo de Borges, del que es un buen ejemplo Pierre Menard, se adheriría a esta postura, postulando que existen numerosos factores no enteramente intrínsecos al texto, pero que lo condicionan hasta el punto de poder alterar su significado dependiendo de la perspectiva que el lector adopte.

Por último, lo que algunos han denominado la french theory, esa crisálida de autores tan dispares surgidos al abrigo del estructuralismo, estaría enmarcada en posiciones teóricas heterogéneas, que oscilan desde la semiótica hasta el emotivismo, el psicoanálisis y otras propuestas en buena medida refractarias al racionalismo (Bataille, Blanchot). En líneas generales, este foco exhibiría una diversidad tal, que necesitaría ser esclarecido atendiendo a cada autor individualmente, y dicha tarea que sobrepasaría con mucho los alcances de este artículo. Dicho lo cual, me interesa aludir a Roland Barthes en particular, por tratarse de un autor sin parangón e inmensamente rico en intuiciones, con bastantes similitudes con Susan Sontag, la escritora a quien va dirigido este artículo. 


En Contra la interpretación, Susan Sontag defiende una idea de la experiencia literaria que se cifra en el eros y la fruición lectora. Si, como dice la autora,  la primera experiencia del arte debió de ser la de su condición prodigiosa, no sorprende que, nuestra época, caracterizada por el uso indiscriminado de la ironía y un hipertrofiado racionalismo, haya convertido la experiencia estética en, o bien una actividad poco menos que circense, o en un certamen de gramática. El así llamado “anhelo de sentido” ha terminado por ahogar nuestras experiencias estéticas hasta el punto de que ya nada queda en ellas de auténtico disfrute. 


“La actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la industria pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clásico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte.”[1]



            En la mayoría de las situaciones textuales postmodernas, la interpretación “supone una hipócrita negativa a dejar sola a la obra de arte”[2], porque, como es bien sabido en el ámbito político, el arte tienen la capacidad de ponernos nerviosos y de cuestionar nuestras certezas, de aquí que a menudo se haya considerado la vocación artística como una potencia ambigua, casi amenazadora. Al reducir la obra de arte a una interpretación establecida, su potencial de subversión resulta enormemente disminuido. Las lecturas unívocas de una obra, en definitiva, terminan por domesticar la obra de arte.


“La interpretación, basada en la teoría, sumamente cuestionable, de que la obra de arte está compuesta por trozos de contenido, viola el arte. Convierte el arte en artículo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorías.”[3]



¿Cuál es, pues, la alternativa a esta abrazo asfixiante de la razón, que hace de las obras un simple código con el que traficar? La autora propone un giro que nos haga regresar a las aproximaciones más descriptivas y libres, que se centraban en la forma y en la evitación de las interpretaciones en extremo conceptuosas.



“Lo que se necesita, en primer término, es una mayor atención a la forma en el arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará.”[4]



Necesitaríamos un vocabulario específico, de corte eminentemente descriptivo antes que prescriptivo, de la forma y de las experiencias emocionales asociadas a ésta. No en vano, muchos críticos de diferentes ámbitos han preferido tradicionalmente disolver las consideraciones conceptuales sobre el contenido en consideraciones sobre la forma, y buena prueba de ello son Panofsky, Frye, el propio Barthes. En suma: en lugar de la hermenéutica, "necesitamos una erótica del arte”.[5]



[1]SONTAG, S.: Contra la interpretación y otros ensayos. Traducción al cuidado de Horacio Vázquez Rial. Seix Barral: Barcelona, 1984, p. 20.
[2]Ibíd.  
[3]Ibíd., p. 22.
[4]Ibíd., p. 25.
[5]Ibíd., p. 27.

11 oct 2015

Reduccionismos de género en literatura

Los reduccionismos de género son muy útiles en literatura. Cuando leo a Hemingway pienso en un autor estúpidamente varonil, y cuando leo a Duras pienso en la representación más descarnada de la femininidad. Sentado que no siempre es tan sencillo encerrar una subjetividad literaria en un fenotipo de uso corriente, nunca he tenido reparos en recurrir a ellos, toda vez que, como ocurre en muchas otras áreas de la vida y la cultura, los prejuicios son comunes y hasta aconsejables para un lector. 

Siguiendo esta lógica, si se quiere, un tanto simplista, me gusta imaginar a la persona que está detrás del texto, incluso a sabiendas de cuán vano puede resultar este propósito; y sin embargo no han sido pocas las veces en que he llegado a comprender mejor una novela por el mero hecho de aventurar mis intuiciones personales más allá de lo políticamente correcto. 

Hoy he estado releyendo Kitchen, la novela de culto de Banana Yoshimoto, y la tortuosa desnudez que desprenden sus palabras; no exenta, sin embargo, de serenidad y amniótica paz, me ha procurado más intensidad emocional que un millar de páginas de Víctor Hugo.

3 oct 2015

Stone Junction, de Tim Dodge



"En esencia, la AMO es una alianza histórica constituida, para decirlo suavemente, por criminales, inadaptados sociales, anarquistas, chamanes, músicos, místicos terrenales, gitanos, magos, científicos locos, soñadores y otras almas socialmente marginadas."





Dejando a un lado esa circunstancia tan bien conocida en los foros literarios de baja estofa, consistente en que una novela adquiera notoriedad por motivos poco menos que irrelevantes, si bien de cierto magnetismo mediático, Stone Junction, de Jim Dodge, es una novela singular y tremendamente divertida y, por derecho propio, un artefacto literario con suficientes credenciales estilísticos - los suficientes, en verdad, para que no haya necesidad de aludir al prólogo de Pynchon so pretexto de su lectura. 


En ella prevalece, a modo de hilo argumental, ese modismo narrativo de la conjura que, no por azar, Pynchon ha cultivado en algunas obras célebres, como Contraluz o V. Daniel y su madre, unos auténticos dropouts sin ninguna predisposición para la vida civilizada, son reclutados por un grupo secreto de difícil categorización, y de esta suerte terminan envueltos en un viaje de proporciones épicas, en el que irán desvelándose hechos de vital importancia para el propio Daniel. En rigor, y siguiendo aquí la tradición de algunos autores norteamericanos de la época, como Barth o el propio Pynchon, la novela es una revisión postmoderna de los viejos relatos dieciochescos de formación (lo que, a la sombra de Diderot, los alemanes llamaron Bildungsroman), en los que "viaje" y "descubrimiento del propio ser" son una y la misma cosa.